“El beso de un artista”
El que escribe esta historia lo hace como escuchador y observador. Esta es la historia de dos rosales y una petunia.
Una de esas historias que nos enseñan lecciones sobre la vida y las sensaciones. Siempre que lo queramos ver así. Los actores secundarios, en ocasiones, hacen grandes a los actores los principales, es por ello por lo que lo son.
<<Primera parte, la petunia>>
La petunia, con su voz pedante, me contó sobre la pelea de dos rosas con espinas en un soleado lugar. A pesar de las peleas, insultos y demás, que la petunia me narraba al oído, las dos rosas estaban tan unidas que no podían separarse. Algo que me extrañaba…
La petunia hablaba de cuitas, de amores, y de la procedencia de las rosas, mientras que contemplaba la escena desde otro ángulo por mi parte.
Me di cuenta de que la petunia se encontraba resguardada del frío norte. Estaba en una situación más agraciada. Estaba cómoda y alejada de los rosales. Fue en esos momentos cuando me entró la comezón de estudiar lo que ocurría.
<<Segunda parte, los rosales>>
Los dos rosales se miraban resignados y se abrazaban. Cuando soplaba el aire del norte se pegaban más y entrelazaban. Más cuando soplaba el aire del sur, poco más se distanciaban.
Pronto descubrí que no era culpa de los vientos, aquella imagen árida que intentaba venderme la petunia de temporada y, arrogante toda ella. Realmente era ella misma quien mal metía.
Por la callada y bajo tierra se comía los nutrientes de las raíces de los rosales naranja, de Asia, y de la púrpura, de Japón. Creyéndose , la petunia, que nadie vería sobre la tierra lo que ocurría bajo la misma, los iba dejando maltrechos contra un muro de dura piedra.
<<Tercera parte, el jardinero>>
Cuando hubo finalizado el verano se presentó un jardinero que trasplantó la petunia a un jarrón grande de barro, llevándoselo hasta un pequeño invernadero que se situaba al otro lado del terreno circundante de la casa.
Le resultó un tanto complicado trasplantar a la a la petunia, ya que para no dañar demasiado sus raíces hubo de escarbar y escarbar hasta llegar hasta el muro donde, a duras penas, se mantenían en pie los dos rosales. Esos lindos rosales, naranja y púrpura tenían sus pocas raíces casi disecadas comiendo muro e invisibles bajo la tierra. Las raíces de la petunia se habían dilatado con rebeldía y habían ido mermando todo el vigor de los rosales.
Fue entonces cuando el jardinero aprovechó para cambiar de lugar a los rosales, dándole espacio; abonándolos y colocando un cerco de piedras grandes y ovaladas de río, como dejando claro que ese espacio estaba reservado sólo para ellos
Desde entonces los rosales dan flores cada primavera y hasta en invierno no paran de hacerlo. Sigue habiendo un acercamiento entre ellos, pero ahora con prestancia, lucen sus colores haciendo una combinación divina. Simpatizan de tal manera que se hacen ochos y más ochos, gracias al buen hacer del Jardinero. Hasta se han cruzado formando una grandiosa puerta digna del mejor castillo medieval.
<<Cuarta parte, el pintor>>
Cuando finalizó el verano se presentó en tal finca un pintor de renombre. Habían requerido de sus servicios. Le llevaron al lugar deseado para que pintase la recreación sugerida. Los dueños de la finca hacían soberano hincapié sobre las rosas. Unas rosas que con tanto esmero y talento había conseguido revivir un simple jardinero. Una vez allí el pintor y observando la panorámica se quedó en blanco. Para no quedar mal, al instante reaccionó y, con disimulo, no tardó en llamar a su ayudante.
Allí tenía su caballete, maletín, pinceles y demás herramientas para pintar un óleo. Todo un despliegue de paleta de colores. Después de pedirle a los dueños que le dejaran a solas, se quedó absorto un buen rato. Miraba aquellos pétalos naranjas y púrpuras durante un buen instante y, luego, mandó traer a su ayudante un lienzo de grandes dimensiones que, a duras penas, se mantenía quieto sobre el caballete de pintura. Cada vez que daba, tan solo, una ligera pincelada, el lienzo se tambaleaba.
Al finalizar la obra se contemplaba una escena que otros no entenderían. Los que hicieron tal encargo no daban crédito, sin embargo…, todo eran alabanzas, glorias y honores. Mientras , los oídos del pintor quedan en remoto, aislados. El que pintó mostraba su mejor sonrisa por la obra que parió, haciendo caso omiso a lo que escuchaba a su alrededor. Sobre un lienzo dejó tiernas caricias, dos rosales en su máximo esplendor. Por supuesto también dejo la estampa que rodeaba dicho entorno en aquel telón.
Al despedirse de sus clientes mira de nuevo la obra; se acerca hasta tal lienzo y, con un beso elegante, sin llegar a rozar sus labios con el óleo a un fresco, firmó su compromiso con aquella obra que no era suya a pesar de constar en una esquina, un garabato con una fecha.
Se lo llevaría a su secadero para entregarlo unos meses más tarde y con un marco puesto. Sería bien pagado a pesar de las dudas y los descontentos. Buenos billetes llegarían a su cuenta. Serían billetes como todos, por el hecho de hacer un cuadro, pero diferentes ya que los elitistas tienen más prestigio que los que circulan por los mercados.
Una vez entregado el pedido sufriría en sus carnes luto, funeral y entierro como cualquier herrero. El tiempo que pasa un artista con su obra duele por igual al humilde como al altanero. Durante todos esos meses que pasaron las rosas con su creador de lienzos acabó forjando un amor que pocos comprenden. Todo un amar de blanco…, bello.
Al darle su último adiós al lienzo, el pintor, ahora sí acercó sus labios hasta donde nadie se dio cuenta de que su ADN quedó dentro del cuadro. Los rosales con su ingenio se salieron del cuadro en ese momento, para viajar por las venas del pintor hasta que la muerte tomara cartas en el asunto.
En cuanto a la a la petunia, no la veía más que su dueño cuando la regaba. Bueno…, sí que había un perro no muy alto, pero, lo suficientemente alto para levantar la pata cuando pasaba por delante del jarrón grande de barro, menear sus huevos y, donde dejaba unas pequeñas y constantes meadas.
Un día el perro quiso comerse la ´ la petunia´, sin llegar a tragarla. Más tarde encontrarían los restos de aquella mezclada de arcilla con tierra. Sólo encontrarían un jarrón roto, unas raíces muertas y, un perro que enseñaba los dientes con la lengua fuera. Tranquilamente sentado y dándole a la cola como riéndose con las orejas re-tiesas; con cara de satisfacción y sin arrepentimiento alguno.
Y yo me pregunto quién sería el actor principal de entre todos ellos: ¿ los dueños adinerados, la petunia de temporada, las rosas de Asia y japón, el simple y buen jardinero, o quizás el pintor de renombre…, con su beso de amor?
¡Me olvidé del perro!
Novoartess P&c