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“Entre ser y no tener”
Me encontré cara a cara con una realidad que durante mucho tiempo me había
negado a aceptar. La esclerosis se presentó ahogando mi esquema de la vida,
cual presa que se rompe inundándolo todo a su paso y arrasando todo un valle
repleto de armonía, y bien estructurado.
Las señales estaban ahí. Molestias menores, luego moderadas y, más tarde,
menos soportables. Prefería atribuirlas al cansancio o al estrés. Los informes
médicos no sirvieron nada más que para confirmar el diagnóstico. Vete tú a
saber si no sería mejor que te contasen un cuento. La mente es prodigiosa y,
¿quién sabe…? Un diagnóstico sin solución de continuidad. La única alternativa
eran los calmantes y una forma de vida saludable con mucho ejercicio. Yo me
preguntaba para qué tanto ejercicio con tanto dolor; quizás para vivir más
tiempo, ¿con más dolor…?
Aquéllas palabras que salían de la boca de los facultativos, resonaban en mi
cabeza una y otra vez. Yo las comparaba con los sonidos que emitían los
engranajes de aquellos molinillos de café antiguos, que deshacían los granos
sin necesidad de electricidad, salvo la fuerza de las manos. Simplemente me
vino a la cabeza esa imagen. La mente es un paradigma. Eran palabras huecas en
mi cabeza, que se silenciaban y regresaban burlescas.
Mi cabeza parecía querer ladearse. Aquellos andares sugestivos, elegantes y salerosos
que, en un tiempo atrás aún despertaban curiosidad, ahora eran motivo de lástima.
En cierto modo hasta una lástima gustosa y reconfortante para quienes disfrutan
con el mal ajeno. Los andares que causaban asombro y motivo de envidias se
estaban transformando en andares enrarecidos y comprometidos. Todo acabaría
volando, como lo hacen las aves que emigran y sería una de esas tantas que se
queda por el camino.
Las consultas médicas eran laberintos, callejones sin salida, médicos sin
encuentros. No podía digerir los resultados de las pruebas; tantas me hicieron
que quedé empachada. En lugar de afrontar la realidad parecía inmersa en querer
ignorarlo todo para encerrarme en una burbuja opaca.
Las conversaciones con mis amigos y familiares se volvieron difíciles; nunca
quise hablar de ello. No quería admitir ese destino y prefería mostrar una
sonrisa superficial entablando conversaciones simples, que me permitieran estar
en el lugar sin estarlo. La verdad es demasiado incómoda y quería construir una
muralla , tan grande como la ‘ Gran Muralla China’ . No paraba de protegerme de
la avalancha de emociones que amenazaban con meterme en un agujero profundo y
fangoso. Cada día había una batalla interna entre diferentes realidades. En
medio, también estaba el sexo con la pareja, querer con todas tus fuerzas que
todo fuese igual que antes, sería algo que no encajaría, por el momento.
Aquellos momentos largos y anchos de negación, alimentaban con mentiras mi alma
ya limitada creyendo caer en esa zanja del desquicio.
Hay quien habla de barias fases por las que pasas antes de llegar al punto
donde todos llegamos. En mi caso no hicieron falta tantas fases para seguir
caminando un ratito más. Al principio hubo negación. La idea de que mi cuerpo y
mi mente se estuviesen convirtiendo en serrín no era plato de gusto. Ahora mi
cuerpo se burlaba con despecho. La negociación se presentó dándome refugio, un
escape, un lugar donde podía cerrar los ojos y fingir, al tiempo que podía tachar de uno en uno los
deseos de una lista. Aunque me resultaba de agrado, jugar con esa lista de
deseos, los síntomas eran cada vez más evidentes y maliciosos provocando tal lagrimeo
que, parecía un rosario de procesionarias: la cara se me hinchaba y mi piel enrojecía.
Después de esto, me lavaba la cara, me echaba un colirio en los ojos, y
esperaba un rato en el baño hasta que hacía su efecto. Salía del aseo con una
clara mirada a la que se le mostraba un destino que esperaba, tranquilo. Toda mi
ira acumulada no se batía en duelo contra el mundo , sino, contra los que me
querían y contra aquellos que tenía más cerca. Me veía perdiendo al amor de mi
vida, a mis hijos, y me sentía mustia como las flores de un jarrón cuando se
quedan sin agua. Después de perder tanto tiempo y aborreciendo todo lo que
tenía delante, decidí como quien deja de fumar a las bravas, que en mi treinta
cumpleaños, tomaría las riendas de mi vida con una sensatez madurada. Eso pensaba,
creía estar lista para entregarme a la vida, tal y como a ella le viniese en gana,
pero, ese día no fue… Otro día sería el adecuado. Ese día llegó, cuando me vi
detrás del espejo. Fue entonces cuando encontré algo parecido a una sombra; una
sombra de lo que no debía de ser y contemplé con detenimiento, unas facciones
donde grandes surcos habían aparecido en mis mejillas, entonces, decidí sacar provecho del trabajo hecho y
plantar en ellos semillas. Semillitas que darían paso a otros cultivos, otras
cosechas. Era el momento de parar, de caminar a ninguna parte, evitar continuar
desperdiciando todo el amor que se me daba y que no aceptaba. Dejé de fingir sonrisas,
y, poco a poco fui corrigiendo la manera tan descortés con la que las respuestas
salían de mi boca.
Cumpliría treinta y cuatro años y de los surcos salió la cosecha. No me
sentí envejecida, sino que, me resultó agradable ver mis nuevas facciones. Esta
vez sí daría paso a una vida distinta, con una actitud distinta, en la que aceptaría
la realidad como se le antojase. Y me quité esa venda de los ojos que nunca fue
venda sino una tirita intentando sujetar una conciencia en coma. Paré el reloj que
llevaba pegado a mis ojos y desde entonces, dejo que marque los segundos, pero,
muy lejos de mí. Familiares y amigos estuvieron presentes en la celebración de
mi cumpleaños. Todos ellos sin saberlo se convirtieron en partícipes de mí tímida
promesa. Las risas, los abrazos, los deseos y aquellos besos serían el
recordatorio de que la vida aún con sus desafíos, mala perra, y vestida de
fiesta, estaba llena de momentos divinos que merecemos disfrutar y que el
desaliento se los lleva. Fue difícil articular unas palabras de agradecimiento
porque, tenía un nudo en la garganta que no me dejaba, tragar ni hablar, pero
cada una de esas miradas que recibía hicieron del nudo un lazo de raso. El día
se pasó más rápido que nunca.
Después de que los invitados abandonaron la casa, al anochecer, aproveché un
omento de esos que tantos perdemos y lo agarré. Busqué al amado, al compañero
de fatigas y al amigo. Le cogí de la mano y le llevé en silencio hasta la
terraza de la parte Este de la casa. Allí apoyamos nuestras espaldas sobre la barandilla,
pero, sin desprendernos de la mano. Durante un buen rato se paró la vida y, en
silencio, con el susurro del viento se fueron todos los diálogos negros
acumulados. Con una mirada nos entendimos. Y, mientras el sol se apagaba
saboree el beso más grato de mi existencia, el más tierno y sincero. La noche
ya estaba cumplida y las estrellas se quedaron, porque así lo quisieron, permaneciendo
encerradas en el iris de nuestros ojos para siempre y, por siempre. Ciertos
miedos no se desvanecen del todo, ni se van por la mañana. Tampoco desaparecen
las incertidumbres, las preguntas sin respuesta. Cada paso por pequeño que
fuera, me acercaba a la vida con sus nuevas realidades pues, de la muerte ya
sabemos que es cierta.
Mil gracias a los que me soportan, sufren, ríen y lloran o pierden los
papeles a mi lado. Gracias, mis amores, por ser antorchas encendidas en mis
noches más negras. Un privilegio es para mí, teneros a mi lado.
(Dedicado a todos los que sufren enfermedades raras o invisibles y a sus
cuidadores. No quiero ser un desaliento, quiero ser…, una esperanza).
María Preciosa Cabral Pérez.



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